PLANTA DE LIMÓN
1.
Celeste
tomó mi mano, alzó sus ojos hasta encontrar los míos. Eran súplica, eran
desconcierto. No entendía bien lo que estaba pasando. No entendía por qué todos
se veían derrotados, por qué tenían ese desasosiego.
Celeste
era una niña hermosa, de grandes y limpios ojos, su cabello era negro, y su tez
canela. No era más alta que la planta más grande del sotobosque. Aún vestía
como su madre deseaba vestirla, aún era un pequeño ser que no entendía la vida,
mucho menos la muerte.
̶—¿Qué pasa
Celeste? ̶—Le dije. En su boca se ahogaban
las palabras, pero no dijo nada.
2.
Su
abuela, la señora Dolores, se hallaba en la clínica Santa Lucía y de acuerdo al
médico que la atendía: no sobreviviría la noche.
Es
normal, la muerte llega, pues como alguien dijo alguna vez: lo único seguro de
esta vida es la muerte. Y toda muerte es dolorosa para alguien: una hija, una
madre; en este caso una nieta.
Hace
unos días nadie imaginaría que Dolores estaba por morir. Comía, hablaba y
jugaba con Celeste, su única nieta, como siempre lo había hecho. Todo fue tan
rápido, la noche anterior al día que la internaron, tosió poco y entre cortado,
pero cerca del amanecer aquella tos tonta y molesta se convirtió en un
infierno. Dolores sentía que sus pulmones se le salían por la boca. Sintió como
se le desgarraba la garganta y le faltaba el aire, como la agria sangre brotaba
de su boca y se le escurría de entre sus manos.
Carla,
su única hija, al oír tan dolorosos gemidos corrió a la habitación de su madre.
La encontró retorciéndose sobre sus rodillas. Vio a su madre como nunca la vio.
Tan espantosos eran los gritos que, Carla, solo atinó a llorar mientras le
sujetaba el cabello a Dolores.
Celeste
se despertó, pero no hizo nada más que cubrirse con sus cobijas, taparse los oídos
y esperar. ¿Qué tan cruel monstruo podría chillar de esa forma?
Y
así tan aprisa como le llegó esa horrenda tos, así se fue. Celeste pudo seguir
durmiendo, pensando que aquel espectro huyó, se fue. No imaginaba que la muerte
apenas hacía su entrada.
3.
Carla
y yo no nos habíamos visto, desde la última vez que recogí a Celeste, hace ya
un par de semanas. Después del divorcio solo hablaba para darme indicaciones:
que si Celeste debía tomar sus jarabes, que no olvide arroparla; bueno, todo lo
que una madre cree que un padre se olvidaría o no sabe hacer.
Alrededor
de las cinco treinta de la mañana mi teléfono sonó, era Carla ahogada en llanto.
Me pidió que la socorriera. Cuando llegué a su casa, la encontré alistando una
maleta. Estaba metiendo ropa lo más rápido que podía, sin doblarla, sin tener ningún
cuidado, sin ser ella.
Dolores
casi gritaba, y no lo hacía porque era evidente que el dolor no la dejaba, pedía
a su hija que se calmara, que ya todo había pasado, que no era grave, que
estaría bien. Carla se limitaba a pedir, de favor, que Dolores entendiera que,
aquel espantoso ataque no era normal, que no estaba bien.
Ayudé
a Dolores a subir al auto, ella me vio, sujetó mi mano. Por la tarde me daría
cuenta que, Celeste tenía la misma mirada que su abuela.
̶—¿No pensarán
dejar sola a la niña aquí? ̶—Cuánto se
esforzó para decirlo.
̶—No te preocupes mamá
̶—dijo
Carla mientras sacaba a la niña ̶—va con nosotros. —Y sentó a Celeste, adormecida,
al costado de su abuela.
La
que fue mi esposa por casi seis años, la que me preguntaba, hasta el cansancio,
si había sucedido algo en el trabajo, si me había ocurrido algo en el camino;
la que no paraba de hablar hasta que le prestase atención, y entablará una
conversación. Ella, ella quedó muda, por miedo supuse, desde que su madre entró
a emergencias. Fue terrible verla así. Tan distante de sí misma, apenas consciente
de su hija. Llegué a extrañar sus adustas indicaciones. Yo solo quería que
saliera de ese trance. Deseé que desahogara su pena, o que me gritase diciendo
que era mi culpa. Algo.
Llamé
al trabajo y dije que no iba a ir. Regresé por ropa para Carla. Fui con Celeste
a desayunar; y apenas se sabía de Dolores, solo que estaba por ser internada.
Nadie, quizá solo Carla, pensaría que esa tarde Dolores sería desahuciada.
4.
—¿Qué pasa Celeste?
—
Cuando
el silencio se había prolongado más de lo que alguien puede esperar por una
respuesta, Celeste me abrazó, hundió su cabeza en mi hombro, pero no lloró.
Estaba
ya por anochecer. Mucha gente había entrado y salido de esa habitación. A muchos
los volví a ver desde mi boda, otros tantos no los conocía o no los recordaba,
pero cuando se me acercaban, me estrechaban la mano, me daban una palmada en el
hombro. La que una vez fue mi suegra aún no fallecía, pero ya todos me daban su
“nota de pesar”.
Lo
mismo sucedía con Carla, pero no con Celeste, pocos la saludaban, solo
preguntaban: ¿y la niña, como lo está tomando? La niña, esa niña no entendía lo
que pasaba, porque nadie, ni Carla ni yo, le había hablado sobre la muerte.
Celeste
apartó el rostro de mi hombro. Terminé de retirar mi brazo de su cara y la
envolví con él. Fue un abrazo que jamás quise volver a revivir. Mi hija me
abrazó con el mismo dolor que tenía cuando entendió que ya no viviría con ella,
cuando entendió que yo ya no estaría ahí, cuando entendió que, sin importar mis
razones, la estaba abandonado.
5.
Desde
que internaron a Dolores ella había dormido. Todo aquel que entró a su cuarto
se despidió, y pidió perdón por alguna falta o desencuentro que hubiesen tenido
con ella, pero Dolores nunca respondió.
Eran
ya las ocho de la noche y el médico hizo su última ronda. Cuando entró a la
habitación se limitó a sujetar la mano de Dolores, midió su pulso, revisó sus
pupilas; y casi sin vernos, salió.
Carla
estaba un tanto más tranquila. Había comido y dormido ya un poco. Apenas
oscureció, Celeste, también cansada, dormía, Carla se me acercó, sujetó mis
manos.
—Lamento tanto
haberte hecho pasar por esto. Sé que ya no tienes ninguna obligación con mi
familia, pero no sabía a quién podía acudir. —Y en tanto dijo eso, bajó su
mirada.
—También es mi
familia. Es la abuela de mi hija. —
—Gracias —volvió a
mirarme —sobre todo gracias por estar con ella. Todo esto es muy duro. Lo es
para mí. —
—Creo que aún no
entiende lo que pasa. —
—Quiero hablar con
ella, pero no sé cómo. —
—Te entiendo, yo
tampoco pude. Supongo que a pesar de que todos estamos destinados a morir,
nadie lo asimila, solo nos resignamos. —Entonces, recordé como había meditado
tantas palabras tratando de buscar las correctas, las que explicarían todo, las
que Celeste entendería.
—Cuando despierte,
creo que entre los dos sería más fácil darle una… explicación. —Solo asentí.
6.
Cerca
de las diez de la noche Dolores despertó, pero despertó sosegada, aunque dueña
de sí misma. Llamó a Carla y ella presurosa le sujetó la mano.
—El día ha llegado
¿verdad? —Las manos se entrelazaron fuertemente.
—No hablemos de eso
mamá. —Carla contuvo cuanto pudo las lágrimas, aunque parecía que no lo hacía.
—No te preocupes
hija, a mi edad uno entiende que más temprano que tarde la muerte va a llegar.
— Carla suspiró profundamente, pero ese suspiro más bien era un grito ahogado,
un grito que estaba destruyendo sus entrañas y su alma.
—Un gran amor no
siempre es fácil de cuidar —y Dolores me busco en la habitación. Cuando me
encontró, me esbozó una sonrisa. —No siempre la vida da buen sol, ni generosa lluvia
o un terreno ideal. Cuando tu padre y yo sembramos el limonero… bueno, tú sabes
la historia. Aún les falta por cuidar su planta de limón. Pero bueno, me has
pedido tantas veces que no me meta en esa decisión, y sabiendo que estoy cerca
de la hora de partir, sé que me disculparas esta intromisión. — Yo sonreí al
igual que Carla, mientras cruzábamos la mirada.
No
nos percatamos, pero Celeste había despertado.
—Me gusta la
historia de la planta de limón. — Dijo la niña que apenas, sus pies, sobresalían
del sillón.
Dolores
llamó con las manos a su nieta, y ella, lo más pronto posible hizo caso. Carla
ayudó a su hija a sentarse al filo de la cama. Celeste, sin pensarlo, abrazó y
besó a su abuela.
—¿Ya estas mejor
abuela? — Carla y yo volvimos cruzar miradas, pero esta vez nuestras miradas
eran sombrías.
—No mi niña, pero el
verte me alivia mucho. —
—¿Y cuándo vas a
estar mejor? —
—Pronto, pero ya no
volveré a casa, porque para sanar tengo que ir a otro lugar. —
—Y ¿nos llevarás
contigo? Papá nos puede llevar en el auto. —
—No puedo, y
tampoco quiero llevarte, porque a donde voy, vamos solo los que estamos muy,
muy enfermos y viejos. Así que todavía no te toca ir, porque a los que estamos
muy enfermos y viejos Dios nos llama para ir a su lado. —
—¿Por cuánto tiempo
te iras? —Celeste empezó a llorar.
—Bueno, por mucho
tiempo. Hasta cuando Dios decida que nos volvamos a ver, pero no te preocupes,
tu abuelo y yo estaremos a tu lado, aunque no nos veas, porque voy a pedir
permiso a Dios, para que me deje cuidarte desde el cielo. —Dolores y Celeste
lloraron.
Dolores
durmió después de despedirse, incluso de mí. Celeste abrazó a su abuela y
rendidas durmieron juntas. Yo cargué a Celeste de vuelta al sillón, Carla la cobijó.
A
media noche Dolores murió. Vino el doctor de turno con dos enfermeras, pero no
pudieron hacer nada. Carla se deshizo en llanto. Celeste tardó un poco en
despertar. Vio a su abuela inerte en esa cama, aunque la llamó, desesperada, y
jalo de sus dedos, Dolores ya no pudo responder.
Sujeté
por la espalda a Carla y la llevé a sentarse, ella me abrazó y entre los dos
abrazamos a nuestra hija. Celeste volvió a mirarme, como lo hizo en la tarde.
—Ya sé que me pasa
papá, mi abuela murió —
Fin
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