MEDARDO
Cerca del final
1
«Convaleciente de aquel mal extraño,
para el que sólo tú sabes la cura,
como un fugado de la sepultura
me vio la tarde, fantasmal huraño.»
Sentía como resbalaba la sangre por mi cuello, era
cálida, parecía una caricia delicada que bajaba hasta mi estómago, e igual que
una caricia, se enfriaba. Era sustanciosa en su descenso y mientras emanaba, mi
cuerpo desmayaba y mis extremidades empezaban a congelarse. No podía hablar,
aunque ya no había nada por decir, pero mis ojos vieron más de lo que hubiera
querido. Presa de lo que creo fue una alucinación: te vi sentada frente a mí,
con un rostro inexpresivo, aunque juraría que el espectáculo era un deleite,
porque brillaban tus ojos.
¿Eras una ilusión?
El inicio
Me besaste y fue hermoso e inesperado, no miento,
anhelaba tanto ese beso. Leíste aquellas líneas y sentí (sentimos) que por fin éramos
uno solo, al fin nuestros corazones, sin que nosotros hiciésemos gran cosa,
latían al mismo ritmo, con la misma intensidad, al fin entendíamos el amor y
cuán reconfortante y dulce puede ser. Después del beso cerraste el libro y
tomaste mi mano. Desde aquel día el sol calentaba de forma diferente y las
ventiscas fueron brisas. Tú te convertiste en mi vida entera.
«Se va con algo mío la tarde que se
aleja...
mi dolor de vivir es un dolor de amar.»
mi dolor de vivir es un dolor de amar.»
Pero nada es para siempre, supongo, y no mucho después
de esa tarde, te empezaste a marchitar.
El funeral
1
Morías una tarde sombría, con un poema incompleto
entre tus manos, el cual fue leído en tu sepelio. Varios lloraron al oír tus
últimas palabras, yo sentí que no era una despedida, más bien cada palabra
gritaba miedo, miedo a la oscuridad, miedo al vacío, miedo a no encontrar nada,
miedo a no ser nada después de muerta.
Cuando terminaron de cubrirte con tierra, pocos nos
quedamos. Aun no entiendo porque me quedé hasta que no hubo nadie más, supongo
que fue un último intento de sentirte cerca y sobre todo me pregunto: ¿por qué
no lloré? ¿por qué no podía desahogar el dolor que me estaba devorando desde
adentro?
Miré todo a mí alrededor, pero no podía dejar de leer
tu lápida:
«era ojos de noche y de leyenda
eran ojos de trágicos arcanos…»
eran ojos de trágicos arcanos…»
Tu
hermana se acercó por un costado y, parada a mi lado extendió sus manos, tenía
entre ellas un regalo, me lo dio y se alejó, no hubo ni una palabra de por
medio, sin embargo, fui consiente de su enorme dolor.
«Para
ti que fuiste la palabra correcta en mi poema» decía la tarjeta en el paquete.
Entendí cuánto me amaste.
Cerca
del final
2
Duré dos semanas sin abrir ese último regalo, pensé que, si lo hacía, daría por
terminado nuestro lazo, que ya no habría más, y ya no había más.
Llegué
a pasar horas sentado con aquel paquete entre mis manos, leía una y otra vez la
tarjeta. Pero un día, sin ser dueño de mí, pues aún sostengo que fue un sueño,
descubrí el paquete abierto en mi mesa. Juraría que me dormí, no todo es claro,
pero recordaba cómo te llamaba en mí «sueño», y como acudiste a mi llamado,
como quede mustio y sin respuesta cuando pasaste tus manos por mi hombro, como
abriste el paquete, como me miraste. Yo no había abierto el regalo, pero fue un
sueño.
¿fuiste
un sueño?
3
Leí
ese libro más de las veces que puedo recordar, busqué entre sus líneas algo que
me quisieras decir, algún mensaje, pero no había nada, ni siquiera una
dedicatoria. Era un simple libro: El árbol del bien y del mal.
En
mi desesperación arrojé varias veces el libro contra la pared, lo tomaba y lo
estrujaba, pasaba sus hojas abruptamente y con ira, llegué a romper varias de
ellas. Ese libro se convirtió en mi pañuelo, rejuntaba mis lágrimas, cada vez
que repasaba sus versos y no encontraba tu consuelo.
«Muda a mis
ruegos, impasible y fría,
en el sofá de rojo
terciopelo
un pálido jazmín
hecho de hielo
tu enigmático
rostro parecía.»
De
pronto un poema me recordó a ti, y luego otro verso de otro poema, y luego más
versos, de pronto tuve miedo. Como macabra coincidencia, o precipitada maldad,
los versos que iba leyendo te iban formando, te sentí tan cerca, pero de una
forma distinta.
«Tú —cuyo amor ha
sido como un lecho de plumas
para mi corazón,
en las difuntas horas
o como un sol de
invierno que ha dorado mis brumas—
ángel anunciador
de las nuevas auroras,»
¿por
qué tuve tanto miedo?
El revólver
Compré
un revólver. Me acerque a un sujeto (sospechoso) que siempre le veía pararse en
una esquina, no muy lejos de mi trabajo, trabajo al que no había ido ya en un
mes. Me le acerqué fúrico, sin pensarlo lo arrinconé contra la pared, pronto
dos de sus compinches me rodearon, intentaron apartarme, pero yo tenía bien
sujeto al tipo.
Solo
quiero un arma, le dije.
—¿De
qué hablas? —Me gritó, tratando de zafarse.
El
otro sujeto me tomó del brazo e intentó apartarme, el otro me golpeó en la nuca,
mis piernas vacilaron, pero no me desmaye ni lo solté. Al tipo que estaba
sujetando lo usé de escudo y los otros sacaron sus armas y me apuntaron,
mientras yo me escondía atrás del primer hombre.
—Quiero
una de esas —le susurre al tipo en el oido.
—¿Qué?
— dijo asombrado y furioso, pero no podía moverse. Le tenía bien sujeto.
—Quiero
una puta arma, te la pagaré — le grité.
—Son
cien dólares — y empezó a mostrar una risa burlona.
Metí
mi mano en el bolsillo y arrojé todo el dinero que tenía, realmente no sabía cuánto
era, pero eran más de cien. Uno de los que trataba de apuntarme cogió los
billetes sin bajar el arma.
El
primer sujeto le dijo al otro, que estaba parado sin moverse, que me diera su pistola.
—¿Está
con balas? —le pregunté, y noté que mi voz empezaba a vacilar su tono.
El
que me entregaba el arma, separó la cámara y mostró que tenía solo dos balas.
Sacó más de su bolsillo derecho y completo la rueda. Volvió la cámara a su
sitio y me la ofreció. Estiré la mano, la cogí rápido y la puse en el bolsillo.
Arrastré al primer sujeto hasta el borde de la calle, aunque él forcejeaba e insistía en
que, ya, debía soltarlo. Cuando llegue al filo de ese callejón, lo arrojé sobre
los otros y corrí, no mire nunca hacía atrás, tenía miedo de que me estuvieran
persiguiendo, corrí con todas las fuerzas posibles. Subí a un taxi di mi
dirección y le pedí que acelere, cuando el auto empezó a caminar por fin pude
soltar el aire que tenía en los pulmones.
Cerca
del final
4
«¡Sirena, cómo turba tu voz engañadora!
¡cómo haces dulce el lloro y agradable el tormento!
fontana cristalina del parque de la aurora,
que nunca has de apagar la viva sed que siento.»
Acomodé
la mesa, dos sillas, dos platos, dos copas, cubiertos, tres velas. Yo mismo
preparé la cena: verduras al vapor, pescado: pargo, de postre: pastel de
chocolate, un vino que nunca pude pronunciar, pero era tu favorito, aunque era
fuerte y amargo.
Coloqué
ceremoniosamente la comida, me senté y comí, disfruté cada bocado, incluso el
vino. Hace mucho tiempo que no me sentía en paz y en cierta medida: feliz.
Terminé la comida y me acomodé en el respaldo, vi tu silla vacía y llené mis
pulmones, estaba nervioso, de mi chaqueta saqué el: el árbol del bien y del
mal. Había intentado restaurar cada hoja lo mejor que pude para leerlo, aunque
me daba miedo, me dabas miedo.
«Encerraré en un claustro mi dolor exquisito
y a solas con mis sueños cultivaré mis rosas;
mi alma será un espejo que copie lo Infinito
más allá del humano límite de las cosas...»
Ya no solo te dibujabas con cada verso,
me dabas una salida. Miré el libro y recordé: tenías miedo de no ser nada y probablemente
lo eras, estabas muerta. Para mí solo quedaba una última inhalación de la vida,
de ese aire contaminado de vacuos deseos y esperanzas.
Leí el libro en voz alta, y lo leí de
forma diferente y no supe por qué, lo leí y mis ojos empezaron a brillar,
empezaron a llorar. Serví más de ese horrible vino y lo bebí de un solo trago.
Entonces, saqué de mi bolsillo el arma y
la preparé para disparar. Volví a abrir el libro, estaba cerca del final, del
final que querías.
Las palabras iban pasando, los versos se
formaban con locura y mi mente iba elucubrando: ¿acaso eran destellos etéreos de
mi deseo insano de acompañarte? Y las hojas pasaban sin que yo mismo sea capaz
de controlar mis manos. Lloraba, pero no dolía, quizá mi espíritu se estaba
purgando.
«Y vimos –presentimos más– la cosa estupenda
y la tiniebla en que se hundirá nuestra nada,
y la noche absoluta en la perdida senda
sin amores, sin albas, sin fin de la jornada.»
Me
detuve, dejé el libro sobre la mesa y abrí la ventana, respiré, pero sentí que
me ahogaba, casi perdido en la asfixia intenté quitarme la corbata, cuando
quise acercar mis manos al cuello sentí el cañón del revólver sobre mi garganta,
y volví a respirar. La vida me estaba ahogando.
Me
senté otra vez y aunque volví a servirme otra copa, ya no la bebí y empecé de
nuevo la lectura. Pero mis lágrimas se secaron y mi pulso dejó de ser torpe,
ahora ya no solo tenía el dolor, ahora tenía: convicción.
5
«Señor: ¿no saldrá mi alma de su prisión obscura...?
¿Nunca veré el celeste país que me ofreciste...?
Ansío paz, la paz que tu evangelio augura...
¡Tan grande es mi cansancio de todo lo que existe!»
Si tan solo hubiera algún dios que
hubiera escuchado nuestro ruego, pensé. Mi mente se hizo lúcida y depresiva, no
hubo más que pudiera hacer por mí mismo, dejé que mi cuerpo y espíritu caminaran
el camino que querían andar. Nada podía hacer para detenerme y si hubiera
habido tampoco lo hubiera hecho.
Poco faltaba para el final.
El funeral
2
Cuando descendía tu ataúd, descendía
algo que jamás hubiera querido enterrar, se hundía, también, mi fe y mi
espíritu. Se hundían y morían nuestros recuerdos, no solo terminada tu vida,
también terminó la mía. Me quedé vacío, o eso creí.
Después miré absorto las flores que
colocaron sobre la tierra, mientras acariciaba mi regalo: tu adiós. Cada flor
era hermosa, si hubieran sabido que odiabas que corten las flores. Que absurda
que es la vida, incluso con un muerto y sus deseos. Si hubieran aceptado tu
ateísmo a nadie se le hubiera ocurrido regalarte esa última misa, pero estando
muerta dejaste de pertenecerte y fuiste propiedad de alguien más. Aquel cuerpo
inerte se hizo posesión de tu familia, que ni siquiera te conocían lo
suficiente, o no creían en lo que tu creías.
La tierra fue bendita con agua, el cura
dio un sermón sobre las esperanzas supraterrenales, antes de meter tu féretro a
la tierra hubo una última oración. Cómo te hubieras reído de todo eso.
Cerca del final
6
«y, en las anubarradas noches de duelo y llanto,
como una alondra tímida, enmudece mi canto.»
Terminé de leer el último verso del
libro, sin pensarlo llevé el revólver a mi boca y disparé.
Tu cena quedó entera y la botella a más de
la mitad,
Mi mano después del disparo cayó a un
costado y soltó el arma. Dolía, pero pronto acabaría, eso creí, entonces te vi.
El final
Ha pasado cerca de un año desde aquel
disparo, me recuperé. Tu hermana llegó a mi casa, para visitarme
(coincidencialmente) y encontró la puerta abierta (yo la dejé abierta, no
quería que mi cuerpo estuviera por mucho tiempo abandonado en ese
departamento), me vio sangrando a borbotones, en su desesperación pudo llamar a
emergencias, me llevaron al hospital y viví.
Ahora
entiendo que, si tuve el valor para disparar, debo tener el
valor para vivir con mi sufrimiento, con mi desamor. Que, si bien me dejaste,
más es el amor que te tengo.
Entiendo que, si bien el suicidio es una salida, hay
algo en mí que puede saborear cada desilusión, entiendo que debo vivir.
FIN
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