JENNY
Papá estuvo dos meses en el hospital antes de morir. El cáncer por fin estaba terminando su trabajo,
un trabajo que le costó cerca de año y medio. Ahí pasaba los días, comiendo sin hambre
y bebiendo sin sed. ¿Qué hambre o sed puede tener un moribundo? Dijo una vez. Nadie
le respondió.
Trataba de mantenerse
coherente, pero le era difícil, muchas veces divagaba, tanto que se levantaba
de su cama, e iba al baño mientras pedía a mamá que le prepare café. Verlo
llamar a su esposa muerta doblegaba el espíritu de cualquiera. Cuando se
mantenía lúcido, recordaba su vida y la platicaba: donde creció, la comida que su
abuela le preparaba, la ropa que vestía y la música que escuchaba. Hablaba de
tal modo que sus relatos se dibujaban en tonos anaranjados en mi cabeza. Sentía
tan lejana su vida.
Muchos lo visitaban, y
era confortante verlo reír y al mismo tiempo tan horrible, cuando las risas
acababan solo quedaba el silencio; y cuando todos le dejábamos solo, no había nada
más que él y su inevitable encuentro con la muerte, y la soledad y tristeza más
abrumadoras que alguien puede sentir, que todos vamos a sentir. Pensar que la
vida termina, que algo que parecía tan lejano por fin llega. Y al saberse
frágil el individuo rompe en lágrimas. ¿y no es acaso ese el peor castigo que
algún Dios le puede dar al individuo? Un hombre, la oscuridad de su habitación
y un vacío enorme en el pecho, fue lo único que tuvo al final.
Quien sabe realmente
qué es lo último en lo que pensamos, cuando el aire abandona los pulmones fingiendo
un último suspiro. ¿En quién pensó papá?
Un día antes de morir,
y aparentemente dueño de sí mismo, me entregó una carta. La cogí y prometí entregarla,
papá sonrió, y sus ojos empezaron a brillar, no luchó por contener el llanto. De
nada le sirve al hombre la fortaleza, cuando siente la tajada que hace la
afilada cuchilla de la muerte en su garganta. Lloró, pidió perdón, y entró en
shock. Una doctora y una enfermera le medicaron, y durmió. Fue la última vez
que lo vi con vida.
Murió a las cinco y cuarto de la madrugada, mientras
alguien intentaba llegar al hospital, después de recibir la llamada anunciando una grave complicación en su respiración. Murió sin que
nadie le sujete la mano, ni llore su partida. Murió en la oscuridad y con aquel
enorme vacío en su pecho.
Amada Jenny.
No puedo olvidar el
negro de tus ojos ni lo rosado de tus labios. Aún no puedo olvidar el último
abrazo ni el calor que sintió mi alma. Aún retumba en mi ser y me mortifica el
día, aquel último día. Era tan joven y nunca
creí que podría perderte.
Cada que a mi mente
viene el recuerdo, mis ojos pintan de rojo cada detalle. Es una pesadilla que no
termina, es una pesadilla que se ha vuelto amiga. Sin embargo, a pesar de que
el recuerdo es constante, mi mente no encuentra razón. ¿qué me distrajo? ¿qué estaba
viendo? ¿por qué solté tu mano?
La búsqueda fue en
vano, y aunque nunca nos rendimos, nunca te encontramos. Papá intento ser
fuerte, pero cuando nuestras miradas se cruzaban yo solo veía reproche. Mamá se
volvió loca y terminó recluida en una casa asistencial. Yo me casé y la vida
misma o Dios ha sabido castigarme por perderte. Murió mi primogénito a las dos
semanas de nacido, y no muchos años después mi mujer, víctima de un accidente de
tránsito, quedo invalida. No lo pensó tanto y cuando mi otro hijo tenía veinte y dos años, ella se cortó la garganta. Su nota fue: Por el amor que les tengo me niego a
que sigan cargando conmigo.
Hermana, ya no serás
una niña, de hecho, estarás cerca de los setenta años. Estás muy lejos de mí,
en un lugar que desconozco. Pero tengo esperanza en que esta carta tenga la
voluntad divina para llegar a tus manos. Si Dios en su capricho y mi castigo,
no me dejó verte hasta mi muerte, por lo menos que su voluntad haga que te
lleguen estas palabras: Siempre te amé y cada
día que te tuve y no te tuve, viví amándote. Espero que después de tantos años
recuerdes a tu hermano y le perdones lo imperdonable.
Leí la carta, entonces
supe que tenía una tía, una tía que probablemente nunca conoceré ni tampoco podrá
leer esta carta. Pues de la muerte de mi padre han transcurrido quince años y
no he podido entregarla. Sí papá la escribió en sus días finales,
mi tía tendría 85 años, si es que sigue viva.
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